Fernando Motas Pérez, sj  Recuerdo agradecido

26.07.2024

El pasado 17 de julio falleció en Salamanca el padre Fernando Motas, sj, - Tatalo, quien fuera director del Centro Suárez de Granada de 2002 a 2006.

Desde este lugar rendimos un sentido homenaje de gratitud compartiendo la nota necrológica que Carlos Domínguez, sj., también antiguo director del Centro, elaboró para la web de la Compañía de Jesús en España. 

P. FERNANDO MOTAS PÉREZ, S.J.

Las Palmas de Gran Canaria, 8 de junio de 1946

Salamanca 17 de julio de 2024

Dicen que el amor es ciego. La amistad es, por lo menos, miope. Y es desde esa bendita miopía de la amistad desde la que escribo estos renglones. Han sido más de sesenta años de amistad. Una amistad profunda, íntima, enriquecedora, alegre también y cómplice tantas veces. Una amistad compartida con otros tantos dentro de la Compañía, con una etapa particularmente fecunda, en los años de los estudios de teología en Granada, donde se fraguaron unos vínculos inextinguibles alrededor de nuestro inolvidable mentor Pepe Castillo.

Todos éramos conocedores de la inmensa bonhomía de la personalidad de Tatalo, de su desbordante vitalidad, de su risa franca y abierta o de su sonrisa tierna y acogedora. Su empatía y su simpatía se ganaba fácilmente a cuantos se le acercaban. Sin distinción de personas: ni edades, ni género, ni clases sociales, ni posición ideológica alguna. Su profunda humanidad trascendía toda diferencia.

Se podría decir que era tan descuidado con sus cosas como cuidadoso con las de los demás. Por eso fue capaz de atesorar y salvaguardar las vinculaciones más importantes de su infancia en Canarias y otras muchas que surgieron a lo largo de su vida desde esa enorme potencialidad para crear vínculos amistosos.

Esa cercanía, bondad y ternura que le caracterizaba no obstaculizaba por otra parte la firmeza en sus juicios y opiniones cuando lo consideraba necesario. Era un hombre cabal. Su sí era sí y su no era un no. Sin medias tintas, sin ambages ni acobardadas sutilezas. Todo desde un sentido de la realidad, un sentido común, paradójicamente, fuera de lo común. Por eso fue también tan sabio consejero.

Su amor a la vida abarcaba todos los niveles. Desde su aprecio por una buena comida y su destreza como buen cocinero (digno hijo de Maruca Pérez), hasta su pronta disposición para un festejo o celebración popular, ya fuese la Semana Santa de Sevilla, las cruces de Granada, el carnaval de Las Palmas, o las procesiones y verbenas populares en las festividades de la Virgen del Carmen en el barrio de La Isleta.

Popular y culto. Porque era un erudito, además de un sabio. Sin pretensiones académicas ni de prestigios curriculares. Su apasionado amor a la Biblia le hizo un conocedor profundo de ella, de lo que se beneficiaron tantos en sus cursos del Centro Teológico de Las Palmas, como en los diversos grupos que organizó en su muy variada actividad pastoral y hasta sus compañeros de enfermería en Málaga en las sesiones que allí les impartió sobre las cartas paulinas.

Pero no había área del saber o la cultura que no le interesara. Lector empedernido de la mejor literatura, melómano apasionado desde su adolescencia, conocedor a fondo del cante flamenco, interesado siempre en la historia del arte y de las culturas, viajero incansable y curioso en todo tipo de saber, tanto humanístico como científico. Era una Wikipedia andante.

Su amor a la vida era paralelo a un arraigado sentido de la justicia. Desde ahí partió su compromiso en el área social enrolándose en el mundo de la mar, primero como marinero a bordo de un barco pesquero, luego como miembro activo del Sindicato de Trabajadores del Mar, como educador en la Casa del Marino y como director de Las Palmas Acoge. Todo ello desde una inmersión en el barrio popular de La Isleta en la comunidad jesuítica que inició con otros compañeros, abriendo a un nuevo modo de presencia de la Compañía en Canarias. Allí transcurrieron 24 años de su vida en un valiente compromiso con los más desfavorecidos, siempre con una actitud de cercana fraternidad, ajena a cualquier tipo de paternalismo o de mera beneficencia.

Todo lo dicho hasta ahora saltaba a la vista. Un amor a la vida, un sentido de la justicia y una libertad para expresarse que, a veces, podía desconcertar a quienes vivían con esquemas más tradicionales o encorsetados. Pero existía una fuente interior de la que todo ese amor a la vida brotaba y eso ya no lo dejaba ver tan abiertamente. Era reservado como buen canario y muy pudoroso, quizás demasiado, en la expresión abierta de sus afectos. Su profunda fe, su amor al Señor Jesús, su honda espiritualidad, sus profundas consolaciones y sus hondas desolaciones, que también las tenía, esas no las dejaba ver tan fácilmente. Porque si había que hundirse, allá hasta abajo descendía sin consuelo. Sobre todo, cuando se sentía incomprendido o injustamente enjuiciado o rechazado por quienes bien quería.

Fue tarde (como para tantos otros de nuestra generación) cuando descubrió la hondura y riqueza de la espiritualidad ignaciana. La experimentó en sus Ejercicios en la vida diaria acompañado por Adolfo Chércoles y la repartió luego como excelente acompañante para otros.

En la experiencia de los Ejercicios acrecentó aún más su disposición a estar en servicio del Reino de Dios, que para él pasaba por un, a veces dolorido, pero profundo amor a la Iglesia y un demostrado amor a la Compañía. Su disponibilidad me impactaba. No puso la más mínima traba para pasar a ejercer servicios hasta entonces ajenos a lo que había sido su recorrido apostólico anterior. Y así pasó a ser superior en Granada, en El Puerto de Santa María, en Sevilla o en Málaga, para pasar también a la enfermería sin la menor resistencia, aunque no con el mayor gusto. Allí se inició el vía crucis de su empeoramiento físico que tuvo el remate con el accidente en el día en que justamente iniciábamos nuestra ya tradicional semana de vacaciones Juan Luis Veza, él y yo. Tras la operación de cadera los problemas se fueron acrecentando cada vez más, ya en la enfermería de Salamanca.

Allí nos reunimos con él Juan Luis Veza y yo para la celebración de nuestras bodas de oro de ordenación sacerdotal que teníamos programadas en Granada pero que las circunstancias obligaron a postergar en Salamanca. Los tres celebramos una íntima Eucaristía en la que él tan sólo manifestó muy escuetamente lo difícil que le resultaba el estado de dependencia total en el que se encontraba y en el que solo, con Jeremías, se repetía a sí mismo: Es bueno esperar en silencio la salvación de nuestro Dios. Así, en silencio la esperó y en silencio la encontró.

Carlos Domínguez Morano, SJ